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Las estrellas ya habían desaparecido.


A lo lejos, el cielo oriental se iluminaba y los árboles, ocultos por el negro de la noche, recuperaban por fin su color.


No había tiempo.


En el suelo, un niño luchaba contra un monstruo de aspecto extraño.


La criatura estaba de pie en un lado, con forma de una larga y gigantesca serpiente, aunque su cuerpo estaba compuesto enteramente de cuchillas. Y el niño estaba de pie en el otro lado, con todo el cuerpo empapado de su sangre.


Pero la criatura con forma de serpiente era la única que estaba al borde de la muerte.


El chico dio un paso adelante sin cuidado y el monstruo, apenas capaz de moverse y moribundo, le atravesó el pecho con una de sus cuchillas. Ese fue su último acto de resistencia.


A un lado del cadáver de la criatura, el chico respiró con dificultad mientras un dolor insoportable recorría su cuerpo. Luchar contra ese monstruo no podía llamarse realmente una lucha.


Sólo lo había hecho en su lugar, para sentirse mejor.


Pero no era momento de descansar.


Una vez que se puso el abrigo que había escondido bajo el suelo, agarró su pala. El agarre familiar le llenó de valor, como un viejo compañero que le ofrece seguridad.


Dejando huellas rojas en el suelo, se apresuró hacia la tumba.


Sus pies se sentían pesados, como si fueran arrastrados hacia la tierra. En Maldijo su torpeza.


Luchando contra el dolor, finalmente consiguió llegar al lado de la tumba.  Se detuvo y clavó la pala en el suelo. Pero después de unas pocos movimientos, tiró la pala, se puso de rodillas y, como un topo, utilizó sus manos para remover la tierra.


Debajo de la tierra, sus dedos acabaron por enroscarse en unos mechones de cabello castaño rojizo. En la tumba vio a su amada, durmiendo tan silenciosamente como si estuviera muerta, con rastros de lágrimas en sus mejillas.


Era natural. Después de todo, lo que le había hecho era terriblemente cruel.


Pero ahora iba a hacer algo aún peor.


Egoístamente, el chico rezó: “Espero que ella me perdone.”





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